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Idea y Materia: Dos Extremos Conjugados 


Guadalajara, ciudad donde se arraciman pintores que lo son y que pretenden serlo, es más bien parca, por razones obvias, en lo que mira a sus escultores.

 

Si ser pintor es tarea difícil y arriesgada; esculpir lo es doblemente. Y cuando digo que esculpir me refiero estrictamente a quienes saben desbastar, tallar, pulir con fervor,  hondura, emoción y originalidad las formas o los conceptos tridimensionales; los que luchan por extraerlos mediante golpes de cincel y marro, desde el fondo de la material mineral o vegetal, dura y precisa, lo cual es una rica y esplendida labor, pero al mismo tiempo es tarea obscura, áspera, lenta, plena de riesgos y dificultades, mal pagada, peor apreciada y, por ende, poco atrayente y cultivada.

 

Hay, sin embargo, los más de los menos, que se acogen al termino escultórico en su sentido amplio, inclinándose por las blanduras del modelado, pagando para que otros hagan la obra negra del fundido y vaciado, los movimientos y traslados de las piezas.

 

Estos van, desde fabricantes oficiales, de abundante paga y escaso talento, de estatuas de nuestro santoral histórico, político o social, que inciden en las mismas reiteraciones temáticas y formales que se imitan a sí mismas, hasta los manufacturadores de enormes bultos conmemorativos o conjuntos ornamentales del mobiliario urbano raramente inspirados por la excelencia estética; van, asimismo, desde los industriosos fabricantes de seriadas figurillas pseudoclásicas que se mueven de acuerdo a las leyes de la oferta y demanda, hasta los productores de endebles e inauténticos bibelots, pensados de antemano como mercadería de adorno de la salita de estar o del salón de recibir, del escritorio o del librero del cliente.

 

Esa escultura generalmente no pesa, es hueca, es la que aquí en Guadalajara, en mayor cantidad, se exhibe y mira en espacios públicos o privados; es escultura al gusto del patrón o patrocinador, aunque justo es decirlo, hay y ha habido, por excepción, algunos cultivadores de este quehacer, honestos en su oficio y dueños de destrezas para manejarlo con solvencia y lograr obras, dentro de la intransigencia del encargo y de los parámetros del exigido academismo realista ilustrativo, con cierta dosis de belleza formal y de pulcritud moral. Mas salvo esas contadas excepciones, la mayoría, por falta de ingenio y dotes, por restricciones imaginativas y por conveniencias, optan, como digo, por la intrascendente repetición de unas mismas fórmulas milenarias, por aquellas que reproducen los convencionalismos de las desnudeces corporales, o por los ejercicios de estilo de gráciles animales en movimiento; son estos, los productores de aproximaciones iconográficas a supuestos estereotipos modélicos del clasicismo, a presuntos símbolos de exuberancias maternales, a pseudoerotismos físicoanatómicos o a dinamismos irracionales, o bien, obedecen a manierismos apegados a una fisionomía determinada, a la petrificada vera efigie o el gesto inalterable del héroe patrio, del exaltado personaje en bronce  inmortalizado que, cual iconos innumerablemente reiterados, minuciosos y ornamentales, suelen devenir en obviedades estériles.

 

Suele acontecer que algunos hacedores de estas hueras imágenes tridimensionales, de estos dogmatismos escultóricos, para que no se diga que se trata solo de monótonos ejercicios académicos, tratan de imprimirle al modelado aires de vanguardia y darles y toque de supuesta subjetividad creativa, añadiéndole algunas deformaciones supuestamente transfiguradas, dándole un acabado de texturas burdas, un estirón aquí, una compresión allá o una rotura acá, y al quedar todo aquello solidificado en metal, suele devenir en una grotesca gesticulación, en una adocenada trivialidad, en una máscara degradada, en un aldeano juego vanguardista o en un desfiguro volumétrico que deja oscilando la obra entre una deshilachada caricatura de la estatuario clásica y un toscamente imitado ídolo primitivo, sin ser ni una cosa ni otra.

 

Sin embargo y por fortuna, no han faltado también aquí, entre nosotros, unos pocos escultores/escultores, unos cuantos herejes de la obviedad, que han optado por trabajar sobre la dura vertiente de este género, los cuales, tras haber superado la prueba del reconocimiento de su talento natural para el manejo de la material y la forma, tras haber asimilado las imprescindibles enseñanzas académicas e influencias benéficas, se han lanzado por su cuenta hacia otro tipo de expresiones, a las diferenciadas, a las alejadas de los trillados estereotipos de la estatuaria, del monumento conmemorativo u la industria ornamental.

Son estos escultores jaliscienses, algunos jóvenes, otros maduros, los que han tenido la sensibilidad para captar y asimilar los derroteros hacia los cuales se dirigen las corrientes escultóricas contemporáneas, los que se lanzaron a explorar las aguas tumultuosas y las ríspidas pendientes de este mundo particular que escapa a la frialdad de la reproducción naturalista, señalándose como seres sensibles a su tiempo y ámbito, y dando origen así a obras en donde se dan cita la sensualidad y el raciocinio, donde se equilibran blandos perfiles sinuosos y aristas cortantes, donde se entreveran materiales diversos, donde se empatan luces y sombras, donde chocan, como en la resaca del oleaje marino, protuberancias y oquedades, expresivos planos u simples volúmenes; donde, sin renunciar o renunciando abiertamente a las referencias exteriores de lo natural o lo orgánico, florecen y se reproducen otros aspectos de la realidad, abstrayendo de ella lo substancial, las afinidades, las analogías, el desarrollo; esas substancias precisas pero inestables del objeto vuelto concepto y que se llama, en suma, el espíritu de las formas.

 

Entre estos escultores nuestros esta por supuesto, en un lugar preponderante, el ameritado maestro Estanislao Contreras Colima, verdadera conciencia de la escultura jalisciense durante esta segunda mitad del siglo, quien hoy ha venido a este espléndido recinto cultural a exhibir ante el público una muestra de su talento, de su ingenio, del virtuosismo de su oficio, concretado todo eso en estas magníficas piezas escultóricas.

 

 

 

He visto y seguido, con particular afecto y entusiasmo el crecimiento y desarrollo de este lúcido escultor, siempre radicado entre nosotros desde hace varias décadas. Hombre mesurado e introvertido, volcado hacia un interior enriquecido en ideas y sentimientos, quien ha estado luchando a lo largo de su existencia por asir lo inasible, concebir lo inconcebible y ver y hacer mirar lo invisible, proyectándolo externamente mediante formas y volúmenes, trabajando incansablemente sobre los materiales más sólidos como las maderas compactas, la piedra ríspida y el hiriente hierro, logrando así en muchas ocasiones dotarlos de sólidas vibraciones rítmicas e impregnarlos de un alma fluida.

 

Su lenguaje sintético, esa audacia para la invención de formas, posee un origen noble, el mismo origen que tiene casi toda la prodigiosa escultura contemporánea que emana de ese luminoso sol de creación primigenia y atención universal, el maestro de maestros, ya invisible pero siempre presente: Constantin Brancusi, y su no menos brillante corte de brillantes satélites: Giacometti, Arp, la Hepworth, Noguchi; lenguaje al cual Contreras se supo adaptar y adoptar para dotarlo de sus acentos y rasgos cualitativos personales, bajo la benéfica indulgencia de un notable escultor francés, de grato recuerdo, radicado temporalmente en Guadalajara, en la feliz década de los sesentas: Oliver Seguin.

 

A partir de entonces, Contreras dejó de copiar las formas ajenas, para recrear las suyas propias, las dotó de sus propios valores plásticos, infundió en ellas una sutil intemporalidad, una personal imantación poética; explotó, con refinada sensibilidad y tino, las cualidades y calidades visuales y táctiles, tensiones y temperaturas de la materia, produciendo una tras otra con paso lento pero infatigable tesón, obras que a primera vista parecen caer dentro del ambiguo y extenso campo de la abstracción, pero sólo apariencia, porque como dejo apuntado, todas y cada una de ellas son hallazgos formales animados de movimiento perpetuo; son volúmenes derivados de algunos elementos específicos del mundo natural o de la material orgánica, son condensaciones del sueño, son congelador movimientos de un preciso instante vital de evolución o involución; pasos detenidos del continuo cambio heracliteano; son, en fin, la solidificación exacta y bella de formas desarrolladas en el espacio, que poco a poco se fueron desprendiendo de sus adherencias naturalistas, de sus referencias con el mundo de la realidad, para salir a la luz, para abrirse a la vista y al tacto, convertidas en un concepto formal puro, pulcro, nítido, en un fruto ásperamente pétreo o de tersa madera perfumada de sugerencias, en visiones contenidas o dinámicas, pero substancialmente ligadas a una realidad originante y original.

 

Aunque no lo parezcan, las obras de Contreras Colima, reconocidas y galardonadas no solo en nuestro medio sino en el ámbito nacional e internacional; son monumentales, de una monumentalidad que no tiene relación alguna con medidas ni peso, sino con el poder de atraer, de agarrar las entrañas, merced a su poderosa irradiación espiritual y estética; su energía se encuentra en reposo, pero secretamente activa y comprimida; son esculturas que llevan en su interior, en el espacio esencial de su núcleo invisible que las impulsa, una avalancha de contenidos y significados; son esculturas no vastas, sino graves y tensas, porque han logrado aprehender lo imponderable, lo impalpable y el peso sutil de las ideas, aquello que da nombre a la irrealidad imaginaria.

 

Aunque tengan una apariencia pulida o llena de cicatrices y adherencias, insisto, no son formas informes, son esculturas que respiran, son formas replegadas o reducidas a una esencial expresión; son obras que atraen, que exigen la lectura cuidadosa para desplegar con lentitud la plenitud de sus salientes o sus vacíos, para entregar finalmente sus referencias al mundo de la naturaleza o del ser humano, a las realidades preexistentes en la memoria o en la fantasía, a una voz, a un grito o a un rumor, a lo que se eleva, a lo que corre, a lo que serpentea, a lo que duerme o se yergue, a lo que grita ahora o lo que enmudece eternamente en el imponente vacío del espacio sideral.

 

Las esculturas de Contreras no remedan, expresan; son visiones internas de la otra realidad reducida hasta la médula; son obras que dicen mucho, gesticulan poco; son mutaciones, transfiguraciones y variaciones que surgieron de la interminable batalla entre la forma y espacio; concreciones/conjunciones saludables, atinadas, felices, de un realismo ideal, no el de las apariencias de lo visible sino el de la substancia de lo invisible.

 

Son, en fin, voluminosos signos puestos ahora en este ámbito, que exigen ciertamente sensibilidad para descifrarse; jeroglíficos tridimensionales en vuelo, notaciones y símbolos tallados a mano, que no se entregan, por ende, a primera vista. Quien las observe no quiera buscar en ellas inmediatos significados; goce primero directamente la belleza de sus formas, contémplelas, pálpelas, obsérvelas detenidamente y poco a poco irá logrando, lo aseguro, que su mirada se transfigure en visión.

José Luis Meza Inda