Germán Venegas, conciencia y memoria
Un artista con identidad
Autor: Luis Ignacio Sáinz
Recomienzo mi vida, mancha que da flores en el borrador de otro universo. Marco Antonio Montes de Oca: “Insurgencia”, en Tablero de orientaciones (1984).
Germán Venegas (La Magdalena Tlatlauquitepec, Puebla, 1959) es uno de los protagonistas de las artes plásticas en México, y lo es por su talento, oficio e imaginación, pero su singularidad abreva en que posee identidad de nuestras fuentes nutricias como cultura nacional. Sin darle la espalda a las grandes civilizaciones del planeta y sus aportes, conociendo y emulando la fantasía compositiva de los grandes maestros de la antigüedad, sin excluir a sus contemporáneos, mantiene una devoción crítica con la lapidaria mesoamericana y sus manifestaciones en dibujo y pintura (códices y murales). La glosa de semejante imaginería trasciende la condición de recurso, lejos de ello materializa una convicción formal y conceptual. Rasgo que invita a situar cuándo y cómo inició el rescate del panteón de la lejanía, sus símbolos y gestualidades. Para ello me detendré en la circunstancia histórica que permitió afloraran dos de sus más robustas manifestaciones, pues de no hacerlo difícilmente comprenderíamos donde anclan la conciencia y la memoria del creador de asombros sinfín que muestra su varia invención en el Museo Federico Silva de Escultura Contemporánea.
Cuando los signos del pasado son vencidos se les sustituye por otros que hurtan sus poderes originales, o que al menos lo pretenden, y que ofician la sepultura de los antiguos, encomendándolos a las deidades que tutelan el olvido. La más terrible de las negaciones…hasta que el azar, inoportuno como siempre, hace de las suyas, y los rescata inconsciente.
Así las cosas, el empeño por dignificar la Plaza Mayor de la capital de la Nueva España en 1790, limpiarla de inmundicias propias del trajín de una bodega de ilusiones conocida como el mercado de El Parián , justo a espaldas de la Catedral y frente a la casa del Ayuntamiento, traería un par de sorpresas y hasta tres. Al remover el suelo y nivelarlo para adosarle un piso como se debe, introduciendo tarjeas y drenaje, cubriendo la obra de mampostería con lajas talladas de recinto, empedrándolo pues, surgieron un par de piedras sagradas y un entierro-ofrenda, presidido por cuadrúpedo no identificado, que se cree fuera un lobo o coyote mexicano.
Las obras ordenadas por Juan Vicente Güemes Pacheco de Padilla (1738-1799), segundo conde de Revillagigedo, virrey entre 1789 y 1794, toparon con estos monumentos, por lo que se instruyó al sabio Antonio de León y Gama su estudio y propuesta de destino. Los resultados del salvamento arqueológico serían publicados en 1792 , dos años después de emprendidas las tareas de remozamiento.
La segunda edición de tan acuciosa memoria, posible por los buenos oficios de Carlos María de Bustamante y Lucas Alamán, incorporó un apunte biográfico de la pluma del jesuita Pedro Márquez, escrita en 1802 para la versión italiana del documento, de quien fuera habilitado como erudito de antigüedades, quien formado en los números y las letras por su padre optara por “emprender la carrera de las ciencias más elevadas (…), se dedicó a la de las matemáticas más conformes a su genio, (siendo) amigo de las verdades demostrables” .
El primer trueno del pasado fue el monolito encontrado el 13 de agosto de 1790 en la plaza Mayor fue identificado por don Antonio de León y Gama como Teoyaomicqui (conocida como Coatlicue), la pareja de Huitzilopochtli, diosa encargada de llevarle las almas de los enemigos sacrificados después del cautiverio y de los muertos en la guerra. La piedra sagrada fue conducida a la Real Universidad para su custodia. Beatriz Barba de Piña Chán describe la pieza monumental: “A lo largo y a lo ancho de la gran pieza se relatan las diferentes clases de sacrificio humano: el de corazón, con cuatro de ellos ensartados en el collar; el de corte de manos, con seis de ellas igualmente formando parte del collar, y con los brazos mutilados de la pieza, de los cuales brotan chorros de sangre en forma de serpiente. La decapitación es lo más obvio, se le ha degollado y salen de su cuello dos cabezas de serpiente que chocan sus hocicos en el centro, y sus lenguas, de manera picassiana, forman una lengua bífida bajo los colmillos. Por último, la costumbre de exhibir los cráneos descarnados se localiza en uno frontal que es el centro del collar, y otro trasero que es el centro del cinturón. Todo es una alegoría al sacrificio y a la muerte sagrada, porque asimismo se nota la presencia de las Cihuateteo, mujeres muertas en el primer parto, de quienes se buscaban sus brazos para elaborar amuletos que sirvieran a los guerreros y a los ladrones; encontramos como símbolo de ellas las extremidades mutiladas y los senos muertos y flácidos, además de un grueso chorro de sangre que cae en medio de las patas de la escultura, que describe un mal parto. La falda, en este caso de serpientes, en otras esculturas de Teoyaomiqui es de corazones cortados, y representa a la totalidad de los muertos gloriosos, a toda la sangre ofrecida a los dioses, al alimento sagrado, a la forma en que el hombre mantiene a sus deidades y conserva el orden cósmico” . En todo caso la excepcionalidad de esta obra maestra de la escultura universal que postula su propio canon estético constructivo, capaz de hablarnos y gritarnos en todos sus extremos, incluida su base que alberga una representación de Mictlantecuhtli, se alza victoriosa cual enjambre de deidades. Es un panal cósmico donde liban los entes de los treces cielos, la tierra y los nueve inframundos.
Francisco Agüera y Bustamante: Vistas de Teoyaomiqui / Coatlicue. Lámina I del libro de León y Gama.
Según comenta Felipe Solís, legendario estudioso del pasado mexica: “León y Gama identificó a la deidad como Teoyaomiqui, la cual, según su propia interpretación, se encargaba de recoger las almas de los muertos. Él mismo informa que por su faldellín es también la diosa Coatlicue, y la presencia de las dos grandes serpientes en la sección superior de la escultura la relacionan con la diosa Cihuacóatl. En nuestros tiempos, la mayoría de los estudiosos están de acuerdo en denominarla Coatlicue y darle un carácter de deidad de la fertilidad de la tierra, madre de los dioses y de los hombres” .
El segundo trueno del pasado fue el monolito encontrado el 17 de diciembre de 1790, calificado de calendárico desde su aparición, un auténtico y sorprendente Tonalámatl, bautizado como Piedra del Sol. Por su trascendencia científica y mayor gloria de la gentilidad de los antiguos mexicanos y “según consta del oficio que en 12 de enero de este año 1791 remitió al Señor Intendente uno de los maestros mayores de esta nuestra congregación don Joseph Damián Ortiz, comunicándole la noticia de su hallazgo. Esta segunda piedra, que es la mayor, la más particular e instructiva, se pidió al Excelentísimo Señor Virrey por los señores doctor y maestro don Joseph Uribe, canónigo penitenciario, y prebendado doctor don Juan Joseph Gamboa, comisarios de la fábrica de la Santa Iglesia Catedral: y aunque no consta haberse formalizado este pedimento por billete, o en otra manera jurídica, ni decreto de donación; se hizo entrega de ella de orden verbal de Su Excelencia a dichos señores comisarios, según me ha comunicado el Señor Corregidor Intendente, bajo de la calidad de que se pusiese en parte pública, donde se conservase siempre como un apreciable monumento de la antigüedad indiana” (p. 11-12). El propósito se cumplió con creces y para asombro de propios y extraños, la piedra devastada con primor fue empotrada en el muro poniente del templo principal de la ciudad, en el primer cuerpo de la torre-campanario occidental, desde su hallazgo hasta agosto de 1885 cuando Leopoldo Batres lo trasladó al Museo Nacional, ubicado en lo que fuera la Casa de Moneda del antiguo Palacio de los Virreyes.
Anónimos: Piedra del Sol o Calendario Azteca. Láminas II y III del libro de León y Gama.
Ese tiempo de la memoria, sinónimo de lo acaecido, certifica que de dedicarle un instante a pensarlo y disectarlo, la portentosa iconicidad mesoamericana irrumpiría en todo su esplendor y profundidad, pensemos en los frescos y las esculturas mayas y teotihuacanas, olmecas y mexicas, por no abundar. En razón de alguna lógica de subordinación cultural e ideológica privilegiamos otras formaciones mitológicas, la greco-latina por sobre todas, pero incluso la nórdica pudiera estar más próxima en la experiencia cotidiana. Por fortuna una sociedad confusa como la nuestra, dispone de una reserva espiritual de primera magnitud, representada por aquellas minorías que resisten la avalancha de un Occidente banalizado y consumista, porque patéticamente tampoco se trata de manifestaciones valiosas transfronterizas o ultramarinas. En el terreno del arte, allí está como referencia obligada, justo, Germán Venegas; y de las voces mayores, la belleza rebelde de Federico Silva o el refinamiento minimalista de Ángela Gurría.
El Tlalocan, la morada de Tláloc y de sus acompañantes, los tlaloques. Un espacio lleno de agua, de vegetación, de neblina y de lluvia. En sociedades de la escasez, el paraíso añorado. Destino de quienes morían por un rayo, ahogados, o por enfermedades de la piel como lepra, sarna, bubas, gota e hidrópicos.
El inframundo consideraba, además, otros destinos: el paraíso solar llamado Tonatiuhichan, morada de los fallecidos en combate, sacrificados en un altar o dando a luz al primogénito.
El Mictlán, espacio sin ventanas, lugar de la obscuridad donde residía Mictlantecuhtli y Mictecacihuatl o Mictlancihuatl, domicilio de quienes morían de viejos o por enfermedades comunes.
El Chichihuacuauhco, dirección temporal de los niños difuntos y muertos de cama, alimentados por árboles con senos lecheros, mientras aguardan una segunda oportunidad de vida.
Ajeno al oportunismo mercantil, este hacedor de formas e imágenes (pintor, escultor, dibujante y grabador) hechiza y electriza con su actualización de símbolos de la lejanía. De alguna manera fascinante, la suya será una obra de inmersión y recuperación de un futuro anterior: lo que pudo haber sido y no fue. Y semejante desdicha de destino, la sistemática violencia que se quiso erradicación de una cultura espiritual y fogosa, perduró a duras penas, siendo deudora de las propias comunidades que, con sigilo y particular cautela, resguardaron ocultos sus memoriales y prácticas, además del empeño de ciertos religiosos eruditos que lograron trascender las apariencias e hincarle el diente en serio a la profundidad filosófica, la conexión con la naturaleza y la bóveda celeste, amén de la consagración a una estética propia, obsecuente con sus modalidades de composición y fábrica, ajenas o independientes a la proporción áurea, por ejemplo.
Empero, y a propósito de los clérigos genuinamente interesados en los saberes antiguos de los indios, habrá que admitir que muchos de los monjes y frailes se empeñaban en conocer y descifrar los códigos prehispánicos sólo para ser más eficientes en sus aspiraciones de dominio y control de los naturales. De tal suerte que, pensando en los auténticos ilustrados de sotana, unas cuantas golondrinas no hacen verano. Tráigase a colación la noche del 12 de julio de 1562 en Maní, Yucatán, donde fray Diego de Landa Calderón se dio a la exaltada quemazón en la hoguera en Auto de Fé ejecutado por sentencia inquisitorial a 40 códices, más un número indeterminado de imágenes y objetos sagrados. A las ansias pirómanas del misionero se salvaron únicamente: el Codex Dresdensis (39 hojas, frente y vuelta; Sächsische Landesbibliothek, Dresde, Alemania); el Códice Madrid integrado por el troano y el cortesiano (112 páginas; Museo de América, Madrid, España); el Códice de París o Peresianus (11 hojas pintadas de ambos lados; Bibliothèque Nationale de France, París, Francia) y el polémico Códice Maya de México o Grolier (20 hojas de las que sobreviven 11 trozos; Biblioteca Nacional de Antropología e Historia, México).
La invasión y conquista española constituyen el clímax genocida en lo que con singular arrogancia se denominó el Nuevo Mundo, como si ese notable orbe pluralísimo de civilización y cultura, hubiese surgido en virtud del contacto con una devastadora versión del mundo Mediterráneo en su versión hispánica. La debacle demográfica obedeció a varias y convergentes causas, colapso que entre 1519 y 1600 contrajo la población indígena de entre 15 y 30 millones a dos millones: la muerte de más del 80% del universo total. Enfermedades epidémicas como la viruela (hueyzáhuatl, “granos grandes”), el sarampión (tepitonzáhuatl, “granos pequeños”) y la fiebre hemorrágica de la Salmonella enterica (cocoliztli, enfermedad), más la esclavitud y consecuente sobreexplotación, la desnutrición, la migración forzada, la destrucción ambiental y la guerra por supuesto, y en mucho menor medida el suicidio colectivo y la negación a reproducirse, prohijaron esta catástrofe sin parangón .
Coatlicue y el Tlalocan, animales asociados como murciélagos, serpientes y jaguares, señores de la noche, tlatoque y hasta alguna representación del divino Ehécatl, señor del viento, aliento de los seres vivos, brisa de las nubes y rocío de las plantas, moran desde siempre en el imaginario de Germán Venegas; cohabitando con el arquetipo indígena por antonomasia: la pirámide. Ha fatigado estas iconicidades, visitándolas con insistencia para extraerles su magia y secretos. Lo ha hecho en madera de ahuehuete tallada y estucada, en ocasiones policromada y encerada; también en dibujo (tinta, acrílico y carbón sobre papel de arroz, por ejemplo), como es el caso de esta muestra potosina, y antes además en pintura (óleo sobre tabla o lino). Subrayo que el recurso al stucco cuenta con ventajas adicionales a su belleza, pues este enlucido de cal apagada, yeso, polvos minerales, pigmentos, endurece y protege a la madera, pero le permite respirar y acepta de buen grado la presencia del color y el pulido de protección con cera.
Exposición y catálogo: Coatlicue, texto de Gonzalo Vélez, México, Galería Aldama fine Art, Conaculta-Fonca, 2016. Coatlicue 21, temple y óleo sobre lino, 100 x 80 cm. (2010). |
Tlalocan, talla en madera estucada y policromada sobre tabla, 300 x 300 x 50 cm. (2015). |
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El desfile nutrido, inverosímil, onírico, de seres, entes, creaturas y divinidades, tan dueñas del fascinans, los hechizos mágicos que seducen, y lo tremendum, las manifestaciones destructivas que aterrorizan, en la visualidad de Germán Venegas, rinde justo tributo y homenaje al mundo del Altiplano precolombino, aunque no se ciñe o limita a sus procedimientos de creación y sentido, los recupera actualizándolos, dotándoles de otras significaciones y atributos. Y como si esto no fuera suficiente, lo conquista sin alardes, plácido en la apreciación de sus implicaciones cósmicas y sus intuiciones poéticas y reflexivas, las cuales se reserva, pues ha renunciado desde siempre al púlpito y la cátedra, no predica ni exhorta, en cualquiera de las técnicas que frecuenta abdica de los contenidos narrativos evidentes e inmediatos. Ya los propios títulos se encargan de ofrecernos un territorio de sus posibilidades exegéticas, que serán privilegio y riesgo del espectador metido a intérprete.
En el Monólogo del protagonista de Supervivencia de Cinteótl , el poeta evoca el carácter sagrado y vitalista del maíz:
Nací yo la Mazorca de tintes policromos:
matizada está la florida mazorca:
¡ya vino a abrir sus granos en la presencia
del dios que hace el día!
En la región de la lluvia y la niebla,
donde las preciosas flores acuáticas abren su corola,
yo soy la hechura del dios único,
soy su creación.
Esta deidad de carácter dual, masculina (Centeotltecuhtli) y femenina (Centeotlcíhuatl), se refugió bajo tierra, pariendo e identificándose con sus frutos. Así, se presenta con cabello de algodón, nariz de chía, dedos de camotes, uñas de granos de elote y ojos de semillas varias. Su humildad al ataviarse de tan señalados alimentos terrestres lo convirtió en un dios amado, Tlazohpilli, de cuyo cuerpo seguirían emergiendo cultivos que ratificaban su calidad de dios sustento, toda su geografía metafísica metamorfoseada en anatomía comestible.
Esto mismo ocurre con Germán Venegas, pues en su laberíntico rescate de nuestras tradiciones que han permanecido soterradas o negadas, aporta simbólicamente los víveres necesarios para fortalecer nuestra identidad con dignidad, pertinencia y orgullo. Sus esculturas, dibujos, estampas o pinturas nutren a cabalidad nuestro espíritu, hacen las veces de Omeyocan: entidad creadora de todo cuanto existe.
Y como bien escribe el poeta en el epígrafe, pensando yo en el arte:
Recomienzo mi vida,
mancha que da flores
en el borrador de otro universo.