Archipiélago de mujeres
El arte es el perfeccionamiento de la naturaleza. (…) todas las cosas son artificiales, pues la naturaleza es el arte de Dios.
Thomas Browne: Religio medici, 1643.
Crear y parir, real o figuradamente, son las dos caras de una misma moneda, esos rostros distanciados del bifronte Jano, la deidad romana asociada a las puertas, a ese entrar (Patulsio) y al consecuente salir (Clusivio); cuando se trata de esa pieza acuñada que enarbola el género femenino, como condición biológica, como cualidad simbólica, como preferencia deseada, como elección voluntaria. Por ello el adjetivo que se me viene a la cabeza cuando pienso en artistas femeninas, en el fondo un mero accidente, pues no he podido como tal hallar sexo en ningún objeto fabricado, es justo el del perfeccionamiento de la naturaleza, ya sea distorsionándola o trascendiéndola. Como si tal cosa, las mujeres hacen, parecieran predestinadas a dicho propósito: concebir, forjar, alumbrar. De prodigios y maravillas… son fértiles aún si no lo desean; en su ADN está depositada tal lógica de la fragmentación.
Fijar en el tiempo, disponer en el espacio, semejantes energías, las de crear y parir, son las pretensiones del Museo Federico Silva Escultura Contemporánea al prohijar la convivencia de los milagros y las sorpresas derivadas de la fantasía de Ángela Gurría, Marina Lascaris, María José Lavín, Luz Zaga, escultoras de postín. Modelos ensimismados, autorreferenciales, destinados a predicar el mundo y sus tentaciones desde el fondo de sus convicciones formales, de sus desvaríos líricos, y sin embargo coinciden en la precisión del hecho mismo de enunciar la epifanía de la vida y sus metamorfosis. Tonos, énfasis, timbres, diferentes, quizá contradictorios, pero convencidos del derecho que les asiste a ser a sus respectivas maneras, en sus propios empeños de fuga y encuentro.
Unidad de lo diverso que trae a colación esa suma de siete relatos perfectos de la pluma de Agustín Yáñez (1904-1980): Archipiélago de mujeres (1943) [1], reconvertidos en sentimientos que son volúmenes e ideas que son volúmenes. Lenguajes propios, dueños de su identidad icónica, estrategias de aprehensión de las circunstancias, esos fenómenos que nos rodean y a veces engullen, que en buena medida nos definen por la interacción que establecemos con dichos entornos, perteneciendo a cada una de las contadoras materiales de historias, divulgadoras de abecedarios compartibles, aunque exclusivos.
Lo afirma con plenitud Thomas Browne en el epígrafe, la imaginación constructiva desborda y hasta rechaza la mímesis, no se sujeta al mundo como tal, esa physis (Φύσις, en griego crecer o brotar) que conocemos con la voz natura naturata (ser creado) [2]. Artificio de la estética que perfecciona, justo, la naturaleza al asumir la aseveración del egresado de Oxford y doctorado en medicina por Leiden, esotérico pensador, entusiasta de Athanasius Kircher, devoto anglicano (1605-1682) que se retratara a detalle en La religión de un médico, enlistado por el papado en el Index Librorum Prohibitorum desde 1645. Albricias del estilo. Este prosista espléndido está consciente de que la intervención humana en la realidad, la transforma en trazo, gajo y apéndice de subjetividad; deviniendo existencia de segundo grado, ser para el yo que conoce y al hacerlo transfiere su personalidad al escenario que lo alberga, mediante sus más profundos apetitos, intereses y razones.
Cronistas de gozos y agravios, anhelos y desasosiegos, a través de la bondad de los sólidos; los materiales que en su flexibilidad y dureza protegen la impronta de semejantes percepciones, emociones o simplemente raptos de reflexión. Escultoras aferradas a los elementos que permiten estabilizar sus cosmovisiones, esas intuiciones de mundo. Unas acarician la luz, otras acechan los átomos, alguna obedece el dictado de la piedra, el metal o la madera, cualquiera invoca el movimiento de soportes tan caprichosos. Todo es presagio. Belleza incandescente. Espejo que deglute las imágenes. Artistas cuenta cuentos, rapsodas, agoreras, que atesoran el tiempo y su génesis. Eso son estas robustas testigos del amanecer y el crepúsculo. Abren y cierran la jornada con sus maquinaciones volumétricas. Lo sabe Antonio Gamoneda (1931): “La luz es médula de sombra” [3].
En “Nocturno de la estatua” Xavier Villaurrutia (1903-1950) nos revela el secreto de esa materia a punto de animarse, suerte de zaga de pigmaliones y galateas que conmovieran a Afrodita insuflando aliento vital del frío mármol:
Soñar, soñar la noche, la calle, la escalera
y el grito de la estatua desdoblando la esquina.
Correr hacia la estatua y encontrar sólo el grito,
querer tocar el grito y sólo hallar el eco,
querer asir el eco y encontrar sólo el muro
y correr hacia el muro y tocar un espejo.
Hallar en el espejo la estatua asesinada,
sacarla de la sangre de su sombra,
vestirla en un cerrar de ojos,
acariciarla como a una hermana imprevista
y jugar con las flechas de sus dedos
y contar a su oreja cien veces cien cien veces
hasta oírla decir: “estoy muerta de sueño” [4].
Nuestras compositoras disponen de caudales de humor, ese nutriente intangible del vitalismo que les dulcifica la existencia, facilitándoles su quehacer, evitando así el pasmo ante los dolores de nuestro tiempo. Huyendo de la pesadez ideológica, del tremendismo político, del quebranto espiritual, logran integrar fórmulas equilibradas de torsión física, equilibrio plástico, organicidad o geometrismo naturales, solidez y capilaridad, color y camuflaje, suavidad y aspereza, evidenciando que sigue habiendo manera de sonreír y levitar ante los embates de una sociedad tan irreconciliada consigo misma como la nuestra: evocación filo-arqueológica de Ángela Gurría, refinamiento minimalista de Marina Lascaris, ansiedad escapista de María José Lavín, transparencia laminada de Luz Zaga.
El montaje de las piezas seleccionadas no se muestra en la que fuera sede porfiriana de la Escuela Modelo a modo de continuum, mediante la identificación de uno o varios hilos conductores que permitiesen establecer la secuencia y articulación de creadoras tan potentes, dueñas de una enorme personalidad estética. Comparece el caudal de obras en una elegante dispersión, otorgándole a cada artista un espacio propio (como el ansiado room of my own de Virginia Woolf). Presenciamos auténticos cuerpos de tierra que navegan por sí solos, incluyendo islas, arrecifes o cayos, y al considerar su convivencia y proximidad se anudan, como accidentes geológicos volcánicos, magmáticos, en los mares de la composición tridimensional, formando archipiélago, aunque su etimología no rinda cuentas debidas de lo que son como jaspeados marítimos, puesto que en griego significa “mar principal” (άρχι, superior; πέλαγος, mar).
El término alude pues, a dos circunstancias distintas y hasta cierto punto ajenas: por un lado, al continente, el escenario global, la superficie oceánica; por otro, a los contenidos, los escenarios particulares, las islas. La escultura en abstracto, como campo de la invención, emerge como matriz, mientras las piezas concretas, allende sus dimensiones, materiales y formatos, irrumpen como cigotos, son realidades fecundadas dueñas de su destino en espera de la apropiación que emprenda, desde el gozo o la exégesis, el espectador. Cada obra cumple los versos de José Carlos Becerra (1936-1970) contenidos en El otoño recorre las islas: “la fosforescencia que se mueve sobre la superficie del deseo que ha concluido” [5].
Hombres y mujeres, y las opciones que se construyen entre estos polos simbólicos y por ello artificiales, crean por igual, producen por igual, están dotados de las mismas potencialidades por igual; si bien ello no obsta para que definan sensibilidades e intenciones propias, diferentes, a veces complementarias y equivalentes, y en otras situaciones o contextos hasta enfrentadas. Tal es el sello de la equidad y las elecciones que prohíja. Figuras en bulto que son vaivenes, desde las ideas hasta las emociones, atravesando las voluntades, exhibiendo sus vocaciones en favor de la armonía quinestésica, percepción y movimiento.
Amores de las formas, formas amorosas, amarres de las formas, formas amarradas… Circuitos corporales y de las conciencias que abren y cierran los itinerarios entre la realidad y su representación, atendiendo el sentido del humor y la ironía de Villaurrutia, pues la estatua apenas tallada, objeto de devoción, fetichismo y acoso, no bien acaba de despertar de un letargo longevo, atrapada entre las fibras pétreas, que se reconoce a sí misma como “muerta de sueño”: por un lado, inanimada, por otro, cansada. Nuestras escultoras, suplantadoras de los dioses en el acto mismo de la creación, optan por desarrollar vocabularios metafóricos, donde la figuración exiliada deviene innecesaria, salvo algunas glosas aisladas, dado que se dan a entender en su geometrismo, arranques lúdicos, organicidad convulsa y sensualidad desbordada. Son, todas, artistas integrales: contemplan, meditan, bosquejan esos “diseños mentales” de Leonardo, vuelcan desde sus manos ilustradas sus fértiles úteros con tan parturientas delicias.
Trozos de materia que se identifican con sus orígenes: las promesas como advertencias, de edenes vencidos, de paraísos recuperados, de resurrecciones imaginadas. Eso terminan siendo las esculturas de este póker de hacedoras, de espacios, anécdotas, crónicas de batallas casi olvidadas por la incuria del tiempo, la desmemoria de los seres, la incomprensión de los elementos: agua que no fluye, aire estancado, tierra volátil, fuego extinto. En ocasiones a contracorriente, a veces en adecuación, de la homilía de alguno de los profetas del primer principio, ese olvidado discípulo de Tales (el maestro, emisario del agua que entroniza en semilla y germen, del griego ἀρχή), también oriundo de Mileto, en la costa del mar Egeo, en tierras hoy día turcas: Anaximandro y el ápeiron (τὸ ἄπειρον, lo eterno, eso que carece de límites), detonador del movimiento, la vitalidad y la expresión; ser íntimo de los seres y las cosas, motor de la naturaleza y el espíritu.
Suma de partículas, quizá sombras temerarias, rebeldes, que sólo escuchan sus propios designios. Tan solventes y autónomas resultan estas cuatro escultoras.
Ángela Gurría, la más aventajada discípula de Germán Cueto, decana de la escultura en nuestro país, se hizo acreedora al Premio Nacional de Ciencias y Artes en 2013. Al menos desde 1968 forma parte del paisaje urbano de la capital de la República, pues su obra monumental Señales, originalmente instalada en la glorieta de San Jerónimo y Periférico daba inicio a la Ruta de la Amistad [6] (Estación 1; dos cuerpos en concreto, blanco y negro, 18 m. de altura), el corredor escultórico de 17 kilómetros lineales, concebido por Mathias Goeritz, para los XIX Juegos Olímpicos, que cerraba con obra de otra escultora mexicana, Helen Escobedo, Puerta al viento (Estación 19).
Pulcritud abstracta con acentos prehispánicos, de notable sencillez y ligereza, que urde un geometrismo personal. Quien firmara sus primeras obras con pseudónimo masculino (Alberto Urría o Ángel Urría), frisa el exotismo de una sensibilidad agitada, ya que incluso es la autora de la canción El día que me dijiste – El día que me dejaste (https://www.youtube.com/watch?v=Ia4psP4IQyI ), interpretada por Chavela Vargas (1919-2012) en el primer álbum de la costarricense (1961). Entre sus obras más sobresalientes destaca el Homenaje a Benito Juárez en la sede de las Naciones Unidas en Nueva York (1973); Tzompantli en el CENART (1993, Ciudad de México); y Espiral en Bogotá (1994). Su torrente Río Papaloapan (1970), listones metálicos esmaltados girando sobre sí mismos, es emblema y signo del Museo de Arte Moderno de la Ciudad de México, recibiendo en el quicio de la puerta misma a los visitantes del recinto; mientras que en su interior será otra composición suya, Nube (1973), en mármol apenas devastado, el marcador de nuestra ruta.
Marina Lascaris griega por nacimiento, residente en México desde 1976; en sus propias palabras “su lenguaje es abstracto y sus formas orgánicas”. Madera, mármol, bronce, son los medios y los soportes de su sensualidad ilustrada, de su reflexión en movimiento que demuestra la flexibilidad de la materia cuando quien la anima e insufla dispone de espíritu vibrante. Investigadora profunda de los ritmos de las formas, de los mecanismos de expresión de esos sólidos a punto de hacerse oír y desde ya haciéndose sentir.
Su lenguaje invoca las mareas y las olas, tiene en el mar a su más entrañable protagonista, no en balde tan elegante fabuladora de volúmenes nació confinada por las aguas del Jónico y el Egeo, balsa de piedra que desafía al Mediterráneo desde el auge de la civilización minoica. Ya en 2017 nos convidó en la propia sede del Museo Federico Silva una “sopa de su propio chocolate” con la muestra Hilvanando el tiempo, desfile de prodigios, libres, sueltos, sin ataduras, dueños de su destino. Sabe y coincide con el premio Nobel de Literatura 1963, Yorgos Seferis (1900-1971):
Voces que vienen de la piedra, del sueño,
más profundas aquí, en donde se oscurece el mundo
memoria del esfuerzo enraizado en el ritmo
que golpea la tierra
con pies ya en el olvido…
Aún en su levedad, sus creaciones son rotundas, irradian una energía peculiar: la de las voces interiores de los materiales, mismas que claman por ser escuchadas, por ser leídas al tacto.
María José Lavín y la manera de eludir los dolores del cuerpo, para evitar se transforme en un fardo; de tal suerte que las anatomías van perdiendo sus contornos, como si así se mitigasen los embates de la enfermedad. Habrá siempre entonces, un escapismo allende los límites, capaz de hacer caso omiso de ese desasosiego que campea de cabo a rabo el organismo que se resiste a ser cadáver o, al menos, a quedar reducido en depósito de afecciones y pesadumbres. Se elige pues el perfil y sus líneas, olvidando la densidad y el grosor, para obviar el peso y disponer de una idea en superficie ocupada, sin morfología, triunfo del caparazón, la epidermis corrida que contiene y envuelve una serie de aparatos, sistemas y órganos, en esta situación e hipótesis, faltantes. Vendas en yesería como tributos a la momificación y la taxidermia: Venus, metáfora de vuelo. Y por allí jaspean el paisaje unos bronces tamaño infante, ataviados con gasas y fajas terapéuticas, en tanto premoniciones estéticas, sueños en vigilia, de hacia dónde marcharía el ejército de entelequias y especímenes de la albendera de utopías.
El empeño por prescindir del detallismo, de la verosimilitud de los modelos, sus facciones y hasta reacciones, asombra, dado el tremendo oficio de esta artista. Olvidar los puntos sobre las íes y las tildes sobre las vocales; de eso se trata, continuar manifestándose, pero sin reverenciar las normas y las reglas. Ahorrar elementos, cortar componentes, sustraer masas, todo en favor de la ligereza, esa especie de volatilidad de seres-entes transparentes, capilares, permeables, transitables; tejidos, cosidos, ensamblados por la motilidad de los hilos de cáñamo, cual heredera de Aracne sin necesidad –ahora- de desafiar a Atenea-Minerva…
De la serie dedicada a esta figura del panteón romano, la versión Venus aire, pareciera colador que mantiene en depósito el alma y escurre la salmuera de los incidentes dignos de olvido. Diosa celosía, criba y tamiz que en el adjetivo conferido por los antiguos atinaba una vocación adicional a la del amor, la belleza y la fertilidad: acidalia (la de la fuente de los cuidados), genetrix (madre), calipigia (del griego Καλλίπυγος, “bellas nalgas”), cloacina (purificadora), felix (favorable), libertina (protectora de los “libertos”), ericina (la del amor impuro, señora de las prostitutas), urania (celestial), obsequens (indulgente), murcia (de la molicie y la pereza), victrix (vencedora o victoriosa), verticordia (salvadora de corazones), amica (compañera o amiga), caelestis (celeste), armata (blindada o protegida) o aurea (notable o dorada), consignaban las variantes sinfín de sus gracias y atributos.
Luz Zaga, escultora proveniente de la psicología y la educación superior que se topó finalmente con su vocación constructiva. Artífice del metal y sus torsiones –si bien ha empleado madera, vidrio y cerámica- hasta consolidar un lenguaje del vacío, de ese intangible que hace las veces de gozne entre macizos y sólidos. Allí radica su distinción: en el juego y paso de la luz, filtrada y propulsada a través de cárcamos figurados, recordándonos que para que los materiales se han reconocidos y no sólo vistos, requieren de una tregua en la sucesión de masas o “bultos”. Además, tales oquedades funcionan también en el tránsito del aire, como garbillos que cuelan los gases que respiramos. Quizá por ello una de sus obras más relevantes, forjada en el transcurrir del Simposio de Escultura Educarte celebrado en Zacatecas en 2015, se titule justamente Intermitencias del viento, aludiendo a su delectación por lo etéreo, esos soplos o suspiros, a según nos instalemos en la mecánica o la emoción.
Superficies-formas que insinúan espacios ocupados, volúmenes ligeros, de pretensión ingrávidos, que conquistan su autonomía respecto del entorno que los envuelve y donde se sitúan. Obras que no quisieran ser tales, hatos de materia o sartas de cosas, empeñadas en negar o al menos disminuir drásticamente su peso objetivo, afanadas en erigirse como tránsitos de la mirada, del movimiento, de la atmósfera. Prescindir de los músculos, limitarse al esqueleto, a ser carcaza sonora, camuflarse en haces de luz, espolvoreados de anhelos. En fin, la escultura como sentina depuradora de malestares y pesadillas.
[1] Desfile de tantos caracteres como días tiene la semana, donde brillan la enamoradiza Alda, la codiciable Melibea, la bella doña Endrina, la desdichada Desdémona, la perturbadora Oriana, la contradictoria Isolda y la trágica Inés; siendo encarnaciones de la música, la revelación, el deseo, la belleza, la locura, la muerte y el amor, arquetipos o fractales del eterno femenino. Tan deslumbrante como Juan Rulfo y Juan José Arreola, este otro jalisciense –todos ellos- que completa el triángulo de nuestra mejor literatura encontrará en mujeres a sus personajes más luminosos, y lo mejor de su narrativa. Senador y gobernador de su Estado, secretario de Educación Pública, miembro de El Colegio Nacional (1952), premio Nacional de Ciencias y Artes en el área de Lingüística y Literatura (1973), amén de radical hombre de letras, el pionero de nuestros escritores en incorporar los aportes de William Faulkner, James Joyce, Paul Claudel y Kafka; quien cierra el ciclo de la Revolución mexicana e inaugura la geografía de la novela moderna con Al filo del agua (1947).
[2] En oposición o tal vez complemento de la natura naturans que refiere a lo que es en sí, la idea misma de dios creador. Abundo, para Baruch Spinoza la natura naturans es la sustancia infinita, lo que es en sí y se concibe por sí: Deus sive natura o principio creador; en tanto que la natura naturata es todo lo que se sigue de la naturaleza divina y los modos de sus atributos. Corolario: la natura naturata se aloja en la natura naturans.
[3] Este verso del originario de Oviedo forma parte del poema que se titula “Viene el olvido”, en Arden las pérdidas, Barcelona, Tusquets Editores, Colección Marginales – Serie Nuevos Textos Sagrados, 2003, 128 pp.
[4] Poema dedicado a Agustín Lazo, forma parte de Nostalgia de la muerte (Buenos Aires, Editorial Sur, 1938), su libro más celebrado, el verdadero espinazo del corpus poético de tan aristocratizante miembro del “archipiélago de soledades” que fuera “el grupo sin grupo” de Contemporáneos, que conviviera alrededor de la revista del mismo nombre fundada y dirigida por el propio Villaurrutia y Salvador Novo (1928-1931), al igual que antes hicieran con otra publicación, Ulises (1927-1928). Este tributo a la muerte y la angustia tendría una edición mexicana, revisada y ampliada, en 1946 (Ediciones Mictlán).
[5] Obra poética (1961/1970), México, Ediciones ERA, edición póstuma, prólogo de Octavio Paz, al cuidado de José Emilio Pacheco y Gabriel Zaid, 1973, 321 pp. Fragmento del poema “El deseo concluido”.
[6] Recorrido integrado por 19 estaciones: El ancla (Suiza) de Willy Guttman; Las tres Gracias (Checoslovaquia) de Miroslav Chlupac; Esferas o Sol (Japón) de Kioshi Takahashi; El sol bípedo (Hungría) de Pierre Szekely; La torre de los vientos (Uruguay) de Gonzalo Fonseca; Hombre de paz (Italia) de Constantino Nivola; Disco solar (Bélgica) de Jacques Moeschal; La rueda mágica (Estados Unidos) de Todd Williams; Reloj solar (Polonia) de Grzegorz Kowalski; México (España) de Josep Maria Subirachs; Jano (Australia) de Clement Meadmore; Muro articulado (Austria-E.U) de Herbert Bayer; Tertulia de gigantes (Holanda) de Joop J. Beljon; Puerta de paz (Israel) de Itzhak Danziger; Sin nombre (Francia) de Olivier Seguin; Charamusca africana (Marruecos) de Mohamed Melehi; Sin nombre (México) de Jorge Dubón; más 3 invitados fuera del sendero: El sol rojo de Alexander Calder (Estados Unidos) en el Estadio Azteca; La osa mayor de Mathias Goeritz (Alemania-México) en el Palacio de los Deportes; y El corredor de Germán Cueto (México) en el estadio de Ciudad Universitaria.