El silencio materializado


Entre pasmos matéricos y estupores visuales de Jorge Yázpik

Monades disloquées, nous voici à la fin des tristesses prudentes et  des anomalies prévues: plus d’un signe annonce l’hégémonie du            délire.

M. Cioran: Syllogismes de l’amertume, 1952.

Aforismo del rumano que pareciera estar dedicado al escultor Jorge Yázpik (1955), quien “anuncia la hegemonía del delirio” en sus hechuras abstractas, mostradas-montadas sobre mesas, desplantadas desde el suelo, adosadas a muro y colocadas en posiciones cambiantes, entre misteriosas y arbitrarias, ceñidas a su gusto, ajustándose al tiempo en que se observen y el espacio de su instalación. Las esculturas como presencias originales, primeros motores o “mónadas dislocadas” que en el convite pitagórico inauguran la existencia, y en su infatigable trabajo de parto, engendran la diada, los números y el punto, a partir del que surgirán las líneas y con ellas la idea reconocible de una geografía finita.

 La frecuentación que hace a minerales, piedras o maderas, muestra una rara obsesión: la de encontrar la preforma que contienen, y tras la identificación del núcleo, el hallazgo propiamente dicho, subrayar sus posibilidades expresivas con aplicaciones de metales preciosos (oro, plata, laminados, en hojas) o diligencias cerámicas (barro, porcelana, estuco). Hurga en sus meollos como si se tratase de un arúspice, el arquetipo de adivino, de origen etrusco, que literalmente “desentrañaba” el futuro, sus presagios, al leer las vísceras de animales sacrificados para ese propósito. Así, la devastación emprendida a costa de las pieles y las capas de semejantes medios tendría por humilde propósito develar su interior, rescatar de la acumulación de sedimentos, silicatos y polvos su naturaleza primigenia; como si el artista supiera a ciencia cierta que la forma geométrica de un mineral cristalizado es la expresión externa de su estructura molecular interna y su empeño constructivo evade las tentaciones decorativas [1]. A excepción claro está de ese vidrio calificado de volcánico (mezcla de silicatos alumínicos y óxidos silícicos), un no-mineral inestable carente de una estructura química definida, que debe su nombre a un joven romano residente en Etiopía, Obsius, la obsiānus lapis [2]: raíz nominativa de la obsidiana.

El tamaño o formato de sus piezas varía enormidades dependiendo de las naturalezas recuperadas, resultando colosales o discretas según lo permita la roca misma al alumbrar sus entrañas; ya que al final de la intervención del artista o en su auxilio del picapedrero no se podrá ir más allá de las posibilidades brindadas por las propias sustancias. A un tiempo y modo constantes se impone un riesgo dual, técnico y filosófico, mientras se perfilan los materiales, pues: quien compone y fabrica volumen y sentido deviene un confesor eficaz cuando escucha las voces profundas de su informante, en este caso la materia. Tan complejo proceso creativo le añade al hacedor un rasgo suplementario al convertirlo en un analista intuitivo de núcleos sólidos o en un cazador de almas endurecidas,  como si a despecho de Mohs [3], nuestro escultor formulase su propia escala de dureza. Pero también se afecta al objeto atendido desde el preciso instante en que las modificaciones realizadas encuentran un límite en las características geológicas de minerales, piedras o cristales, y lo que en última instancia expresan las obras es su historia personal, transformándose en voceras del tiempo congelado y sus significaciones.

La gestación escultórica incorpora valores referenciales intangibles: el vacío, el aire, el contexto, la luz, en armonía con las formas originales de la λίθος (piedra) [4]. En suma, se trata de una aproximación cuasi-arquitectónica en tanto se orienta a la postulación de un espacio concreto que trasciende la mera interacción física, el golpeteo febril armado de herramientas, con las substancias inorgánicas.

 Hacia esta dirección apunta también el notable urbanista y artista tridimensional Fernando González Gortázar cuando afirma:

La escultura convoca a la arquitectura (…). Pero las visiones de Yázpik tienen una  complejidad que exprime todas sus posibilidades a la piedra envolvente, a la luz  penetrante, al espacio fluyente (…). Volvemos al exterior; los fragmentos  desintegrados han compuesto de nuevo el monolito inicial, que se ve tan incólume y perpetuo como cuando convivió con los dinosaurios, y tan nuevo como el brote de un  arte recién nacido. Ahora sabemos lo que encierra su seno, y las perforaciones  adquieren un sentido distinto [5].

Con cierto grado de convergencia, hace poco más de tres lustros escribí al respecto:

…privilegia la materia como origen y sentido, limitándose a realizar unas   cuidadosísimas intervenciones, ligeras y casi de joyería, para que resplandezca el  objeto en sí mismo y en su dimensión relacional: el peso o la masa de la piedra en  contacto con la luz, en vínculo con el espacio circundante, ese efecto paisajístico que  le es tan característico; la cercanía con el agua; el imperativo dialógico que convoca          la mirada, la emoción y la reconstrucción conjetural de un significado posible; la  invitación para que formas, intuidas pero ausentes, se asienten en la devastación y  oquedad de la roca. Se podría afirmar que a sus piezas las recorre un apetito  expansivo: el de crear espacio, emparentándose así con la arquitectura. Las suyas son  obras constructivas, a punto de desdoblarse por su movimiento y asociación íntima  con el entorno, que constituyen moradas del ser, habitaciones del ánimo, celdas de la  ilusión [6].        

Ahora bien, intentando situar una posible génesis de los “objetos en bulto” en nuestra historia, me permitiré una digresión a efecto de justipreciar las contribuciones de Jorge Yázpik. Por su grandilocuencia, la escultórica mesoamericana, en su seductora diversidad matérica, quizá resulte un freno simbólico a su pleno desarrollo en nuestro tiempo. Por lo demás, durante la Colonia su cultivo estuvo ceñido, con rigor extremo, al ritual eclesiástico y a la representación del panteón católico. A partir de la Independencia sólo se cuenta con producción académica de inequívoca influencia europea que obstaculiza la irrupción de una lectura propia y, por lo general, sus resultados son banales, carecen de fuerza expresiva, limitándose al purismo mimético que todo lo finca en el rigor haciendo caso omiso de la imaginación y la ruptura, ese no sé qué de novedoso que sella las piezas con personalidad. El tiempo tendría que transcurrir para que surgiera Germán Cueto (1893-1975) como un auténtico valor propio, formado y enriquecido por el intercambio con lenguajes de otras latitudes; siendo su producción un desafío abierto y en constante actualización.

Así, y en condicional puro, pareciera que la escultura, en tanto quehacer artístico autorreferencial y emancipado, no existe como expresión contundente en el México contemporáneo, se asoma con timidez a modo de salvedad [7]. De hecho, los artistas dedicados a cultivar esta forma creativa resultan ser, por origen y vocación, más artistas plásticos o gráficos que escultores, pero migran e itineran entre tales medios compositivos, las más de las veces con absoluta impunidad. Excepciones siempre las habrá, debiendo mencionarse a Federico Silva, Águeda Lozano, Manuel Felguérez o Ángela Gurría [8]. Semejante lógica compositiva permite valorar más todavía la lapidaria de Jorge Yázpik.

 El movimiento y la levedad definen el tratamiento que otorga a los bloques pétreos. A despecho de la escala sus piezas son rotundas, se imponen por sí solas, desafían la lógica visual del espectador, a grado tal que quien las observa duda en ese primer contacto si se trata en sentido estricto de una “obra” o de un gajo cercenado a un banco de materiales. La intervención del artífice logra proporcionar una segunda naturaleza de la roca en comunión con su originaria formación geológica; la modificación fluye con suavidad y tersura. El creador no conquista el material, rehúye domeñarlo desde fuera, al contrario: lo “oye” y se funde con él hasta casi diluirse. Y esto lo logra con ligereza, por eso pese a su tamaño pareciera que las esculturas flotan de alguna misteriosa manera; levitan en trance místico, pues devienen deidades de la lejanía.

A pesar de su sobriedad, por la carencia de títulos de sus composiciones, en todas ellas irrumpe un aire sacro de denominación primigenia, ese que permite crear desde el principio. En su caso no de la nada, pues privilegia la materia como origen y sentido, limitándose a realizar unas cuidadosísimas intervenciones, ligeras y casi de joyería, para que resplandezca el objeto en sí mismo y en su dimensión relacional: el peso o la masa de la piedra (o eventualmente del metal o la madera) en contacto con la luz, en vínculo con el espacio circundante, ese efecto paisajístico que le es tan característico; la cercanía con el agua, el imperativo dialógico que convoca la mirada, la emoción y la reconstrucción conjetural de un significado posible, la invitación para que formas, intuidas pero ausentes, se asienten en la devastación y la oquedad de la roca. Se podría afirmar que a sus piezas las recorre un apetito expansivo: el de crear espacio, emparentándose así con la arquitectura. Las suyas son obras constructivas, a punto de desdoblarse por su movimiento y asociación íntima con el entorno, que constituyen moradas del ser, habitaciones del ánimo, celdas de la ilusión.

Manuel Síntora se ha ocupado en desentrañar el misterio enclaustrado en los recovecos infinitos de la materia de origen volcánico, en el marco del homenaje que le tributara a Jorge Luis Borges en el centenario de su natalicio:

Sombra y luz hacen aparente la dureza milenaria. Toda inquietud en ella no podría  estar atribuida al secreto de su interioridad espacial, o algún otro aspecto diferenciado; mejor aún, una resistencia entre la rugosidad de la roca misma y la precisión de los cortes geométricos bajo la mano del escultor, se vuelve movimiento. Movimiento que    trasciende la cadencia de los cortes o la sensualidad de la rugosidad, y que demuestra  viva a la escultura, es decir, estática, con un comportamiento revelador. Como un ser  que contesta a la mirada, su inquietud es un no terminar de aparecer, de colocarse. Aquí, luz y sombra provocan cierta sensualidad que nace del desprendimiento, es      decir, de la forma sugerida a partir del contraluz. La roca se “desprende” hacia la forma sugerida: liviandad que la libera, en potencia [9].

Esto se cumple ya que el escultor elude la rigidez del trazo, amoldándose a la disposición tectónica, siguiendo esa pauta como continente del ritmo compositivo. Se adecua pues a la morfología mineral, ajustándose a sus relieves y fracturas y practicando las propias en tanto el material se lo permite. Por eso insisto en el término fusión que consume la invención del creador o, al menos, la acota en su misma extensión y densidad. El logro de la intervención reposa en la selección del bloque; después en saber leer las posibilidades expresivas de esa misma piedra, y por último en ejecutar la prefiguración-revelación correspondiente, como si se tratase de una operación quirúrgica enfocada a reestablecer el equilibrio, a eliminar lo accesorio, para recuperar la “salud” de la pieza, su orden y morfología inmanentes.

La sencillez compositiva se somete a la masa, deriva de ella, se ciñe a sus designios, al modo en que se cree y cumple una profecía. Desde los megalitos utópicos-soñadores de Stonehenge (2500 a. C.) hasta el labrado melancólico de Constantino Brancusi (1867-1957), nada ni nadie discute el imperio de la forma encerrada en las entrañas de los materiales. Así, Jorge Yázpik es intemporal, pues su modo de fábrica bien puede ubicarse en momentos absolutamente dispares; su fuerza comunicativa lo mismo responde a los más remotos tiempos del neolítico y el calcolítico y sus iconicidades de dólmenes y menhires tanto como a las modalidades fechadas a partir del siglo XX de alteración de la materia, en los vocabularios de Julio González (1876-1942), Henry Moore (1898-1986), Isamu Noguchi (1904-1988) y en plano estelar Eduardo Chillida (1924-2002).   

Quizá por ello Andrés de Luna insiste con razón en que:

Jorge Yázpik ha encontrado la poética de las rocas. La labor es ardua, sobre todo porque de las solemnidades del material hay que retomar su fuerza expresiva; convertirlo en código riguroso que está al margen de los caprichos o de las  arbitrariedades del cincel. La roca impone sus límites, sus restricciones, y sólo el  talento de alguien como Yázpik admite y hace posible que sobrevenga la elocuencia  de la piedra. [10].

La contundencia de la expresión, el triunfo de la intersubjetividad, depende directamente del respeto que se les profese a los materiales; no le viene de fuera, rehúye la condición de apósito o prótesis. 

 

 

 

 

 

 

 

 Por eso reitero que lo logrado de una escultura estriba en mucho en la capacidad de escuchar, que permeé la actividad constructiva de quien la pare y formula. Con sutileza, pero firmeza al mismo tiempo, la roca disuade y educa al artista, lo guía en su esfuerzo taxidérmico, en esa furia controlada que le despoja de las lajas superfluas permitiéndole el hallazgo de su verdadera personalidad, de su auténtica disposición corpórea y volumétrica.

Jorge Yázpik en su ánimo creativo ha trasladado su voz hacia las capacidades predicativas de sus obras. Ellas hablan por su autor; su abecedario se integra por vocales simbólicas que son los materiales y por consonantes virtuales que son sus trazos y gestos.

En una entrevista concedida a Javier Barreiro Cavestany intitulada “La luz es muy silenciosa” cuando se le pregunta por la relación entre pesadez y ligereza, sostiene:

Es esencial que la masa sea sólida. La imagen escenográfica, entendida como  maquillaje, no me interesa. Aunque la pintura me fascine, es otro universo. Para mí  el material tiene su propia densidad, su propio peso. Hasta cuando trabajo la plata, es   maciza. Lo que me atrae es el abrazo entre la materia y el vacío que lo rodea. Eso está  vinculado con la arquitectura.

Más adelante se le inquiere por su nexo con la talla y urbanismo precolombinos y contesta:

Es una influencia grande. Habiendo vivido siempre aquí, la presencia es tan fuerte  que se te impone. La abstracción arquitectónica maya o las proporciones de los   cuerpos en las esculturas prehispánicas de Occidente han sido grandes lecciones   para mí. Parecería que hay ciertas proporciones capaces de producir un impacto que nos conecta con una dimensión que trasciende el sentido simbólico dado por una  determinada civilización. Eso genera una serie de vasos comunicantes entre   culturas y épocas distantes que nos hace sentir en casa ante un lenguaje   aparentemente ajeno [11].

A lo largo de esa conversación nuestro artista despeja más de una duda, aportándonos luces imprescindibles para la comprensión de ese algo que lo distingue: el ritmo y la modulación que, en desplazamientos de ida y vuelta, eligen y marcan los materiales con las modalidades de intervención. Acerca de la carencia de títulos que, de fondo y de paso, afirma lo prescindible de la “escrituración” de lo construido y lo banal de pretender “literalizarlo”, sólo aduce:

La forma es en sí misma. Lo que pueda decir es una cuestión sensorial dentro de su  propio lenguaje, del material, la luz, la textura, la gravedad…Una especie de movimiento estático [12].

A riesgo de repetirme: las esculturas devienen para sí su modelo intransferible de predicación; hablan por sí mismas a través de su taxonomía. La cadencia dispuesta por los elementos participantes en el festín formal del acontecimiento escultórico: luz, agua, tierra (aglutinada), vertebra su estructura expresiva. Una que se despliega en los contrastes [13]: el líquido que se informa por arte de magia en su contenedor, la iluminación que se legitima en el vacío, la solidez que se manifiesta precisamente por la interrupción de las oquedades y los cortes, como mínimos ejemplos de este proceder por oposición. Los medios del artista, de eficacia plena, son tan disuasivos que, por ello, abjuran de las referencias literarias y nos remiten a la experiencia física donde el creador se diluye en los soportes que elige como recipientes de sus ofrendas terrestres [14]. Semejante pesquisa, si bien carece de atributos religiosos, posee espiritualidad [15] mundana, burlando toda antinomia filosófica.

El Museo Federico Silva Escultura Contemporánea aloja 21 esculturas de Jorge Yázpik que, en un arco de peso, van de 2 a 700 kg.; en un arco de volumen, van de 12 x 18 x 22 a 160 x 70 x 30 cm.; en un arco temporal, van de 2003 a 2019. Insisto hasta la saciedad: todas las piezas carecen de título. No lo requieren, es más, lo desdeñan, porque no pretenden enunciar nada, ni una frase significativa, ni una onomatopeya. Son mudas y se ubican entre el no sonido y el no ruido: o lo que es lo mismo, dependen de la elocuencia del silencio. Impermanencia entre el desasosiego y la liberación. La palabra o su viaje oral, el habla, tiene una función vocativa: llamar a alguien; otra expresiva: enunciar lo que desea; también nominativa: designar la realidad percibida o imaginada, y además suasiva o de captación: al formularse, disuadir de hacer y/o pensar o persuadir de hacer y/o pensar. Al expresar en voz alta los conceptos, su mundo interior se esclarece y ordena; pero como tan enjundiosa operación no acontece, la palabra o el habla queda antecedida y será sucedida siempre, de manera inmisericorde, por el silencio…

Luis Ignacio Sáinz

[1] Héctor Olea ya le prestó atención a esta característica central en el trabajo de Jorge Yázpik recurriendo a las posibilidades comprensivas del manifiesto de 1921 de David Alfaro Siqueiros Tres llamamientos de orientación actual a los pintores y escultores de la nueva generación americana, al analizar la exposición Doce esculturas (1998), dispuesta en el Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora con la colaboración del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes y el Instituto Nacional de Bellas Artes; véase el catálogo correspondiente.

[2] De acuerdo con lo que refiere el procurador imperial romano, Plinio el Viejo, en su Historia Naturalis (Pliny, The Elder, and Lessing J. Rosenwald Collection. Historia Naturalis. [Venice, Johannes de Spira before 18 Sept, 1469] Pdf. https://www.loc.gov/item/48031835/). Una de las primeras enciclopedias occidentales, dedicada al emperador Tito Flavio Vespasiano (30 de diciembre de 39 – 13 de septiembre de 81), verdugo y pirómano de Jerusalén. Obra compuesta por treinta y siete libros, distribuidos en diez volúmenes, considerando tópicos más allá de la historia natural, tales como astronomía, matemáticas, geografía, etnografía, antropología, fisiología humana, zoología, botánica, agricultura, horticultura, farmacología, minería, mineralogía, artes y gemas. Vademécum dominante hasta bien entrado el siglo XVII, la Naturalis historia clausura el ciclo de investigación de Gayo Plinio Segundo, mejor conocido como Plinio el Viejo (Comum, la actual Como, 23 – Estabia, la actual Castellammare di Stabia, 25 de agosto de 79), amén de ser su única composición sobreviviente hasta nuestros días.

[3] Fue el primer geólogo en proponer una tabla relacional de la consistencia de los minerales o dureza de las sustancias. Formulada por Friedrich Mohs (1773-1839), se basa en el principio que una sustancia dura puede rayar a una sustancia más blanda, pero no es posible lo contrario. Eligió diez minerales a los que atribuyó un determinado grado de dureza en su escala empezando con el talco, que recibió el número 1, y terminando con el diamante, al que asignó el número 10. Cada mineral raya a los que tienen un número igual o inferior a él, y es rayado por los que tienen un número igual o mayor al suyo.

[4] Si bien la mayoría de los críticos ha insistido en este punto particular, vale la pena detenerse en las reflexiones de Fernando Gálvez de Aguinaga: “Las formas del espacio”, Letras Libres, México, 64, abril, 2002, p.96-97, donde señala: “Los antepasados de este escultor y de este concepto están en el templo monolítico que los aztecas cavaron en los peñascos de Malinalco, o en las habitaciones petrificadas, con muebles y todo, que los etruscos esculpieron para dar forma a las necrópolis de Cerveteri y Tarquinia, o más lejos aún, en la también necrópolis de Nash-i-Rustem, en el antiguo Imperio Sasánida, donde los peñascos sufrieron la incisión de inmensas formas cruciformes, en el centro de las cuales se hallaba la entrada de las sepulturas. En los tres casos, como en las creaciones de Yázpik, se trabaja minuciosamente la roca, se le generan espacios interiores, pero las tallas y excavaciones realizadas por la mano del hombre se rodean por las formas originales de la roca, perpetuando un diálogo entre lo natural y lo escultórico que los vuelve un todo indisoluble”.

[5] “Las visiones rupestres de Jorge Yázpik”, en Jorge Yázpik-Casa Luis Barragán, México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 2008, p.36 y 38. Cabe aclarar que el texto se remonta al 22 de mayo de 1998, aunque el artículo haya sido objeto de exhumación afortunada una década más tarde. Comentario valioso, pues su autor compendia múltiples vocaciones en su ser: el ejercicio de la arquitectura, la composición de formas constructivas y, cosa extraña, la reflexión sistemática sobre ambas tareas. Me permito esta digresión por la singularidad del personaje, ya que en nuestro medio los casos de creadores que asumen la escritura como parte fundamental y necesaria de su desarrollo resultan excepciones; pienso protagónicamente en Federico Silva y Manuel Marín, quienes transitan y peregrinan de los volúmenes a la pintura y la estampa con facilidad asombrosa, entregándose con el mismo profesionalismo a la indagación crítica en modalidad ensayística.

[6] Luis Ignacio Sáinz: “Testimonios pétreos”, Casa del Tiempo, México, Universidad Autónoma Metropolitana, 56, febrero, 2004, p. 55-56.

[7] En el escenario contemporáneo que suele debatirse entre la experimentación y la provocación, Pedro Reyes (1972) y la interacción que propicia de espacios físicos con espacios sociales, ha conquistado un lugar preminente, suerte de atalaya crítica, desde donde cuestiona la mala calidad de las intervenciones urbanas de artistas consolidados que ya no están en su mejor momento, “que han hecho obra muy cara, muy grande y muy mala”: https://www.eluniversal.com.mx/articulo/cultura/artes-visuales/2017/06/19/la-escultura-publica-esta-monopolizada-pedro-reyes#imagen-1 Este malestar consciente [“las aberraciones que se construyen”] no le impide reconocer, por ejemplo, la importancia trascendente del espacio escultórico (UNAM, 1979).

[8] De una generación posterior destacan Manuel Marín, Paul Nevin, Paloma Torres o Alberto Castro Leñero; fuertes personalidades, de rasgos e identidades únicas. Pintores excepcionales como Gunther Gerzso o Xavier Esqueda, por su seriedad, oficio y talento, siempre saldrán muy librados de su frecuentación a la tridimensión; en estilos y lenguajes muy diferentes –uno abstracto, el otro hiperrealista- comprobarán que, como sentencia el dicho popular, “el que es perico, donde quiera es verde”.

[9] La vigilia en el reflejo: Jorge Luis Borges. Ambientación borgiana con obra de Jorge Yázpik, iniciativa binacional Argentina-México en la edición XXVII del Festival Internacional Cervantino, Museo del Pueblo de Guanajuato, 1999, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, México, p.12-13. La celebración consistió en tres estaciones: El espejo y sus sueños; La fugacidad del tiempo, y La soledad. Ésta última incluyó la Escultura en piedra volcánica de Jorge Yázpik.

[10] “Los transcursos de la piedra”, Viceversa, México, 38, julio, 1996, p. 45-46.

[11] En El poeta y su trabajo, México, 10, invierno, 2002, p. 87 y 89.

[12] Ibid., p.89-90.

[13] Esta mecánica de “antónimos” si se me permite la licencia ha sido desbrozada al detalle por el creador en la entrevista que le formulara José Gordon, bajo el título de “La música de piedras”, en Revista de la Universidad de México, 7, septiembre, 2004, p. 43-48.

[14] En “La tradición mesoamericana” Alberto Blanco ha defendido la idea de que las esculturas materializan “el sentimiento de la dificultad vencida, así como un invulnerable anhelo de eternidad”; en Siete escultores. Primavera 2000, México, Impronta Editores, 2000, p. 23.

[15] Me refiero a una espiritualidad laica, no metafísica, incluso radicalmente agnóstica y atea. De modo tal que a diferencia de la ontología cristiana de un Dios personal y trascendente que ha creado el mundo y el cosmos y debe, por lo tanto, existir más allá de su propia creación, la inner-life spirituality postula un poder mayor interno no teísta (“energía”,” fuerza vital”,” poder”, “naturaleza”,” vitalidad”, “pasión”,” vida”, etc.) y por lo tanto concibe a lo sagrado como inmanente y situado dentro del mundo y el cosmos: Houtman, Dick; Heelas, Paul; Achterberg, Peter: “Counting spirituality: Survey methodology after the spiritual turn”, en Annual Review of the Sociology of Religion, volumen tres: New Methods in the Sociology of Religion, Luigi Berzano y Ole Riis, editores; Brill Publishing, Leiden, Boston & Singapur, 2012, p. 25.