Las visiones rupestres de Jorge Yázpik


Jorge Yázpik selecciona una piedra; la palpa, la rodea, la sueña, la comprende. Traza unas líneas y, sobre ellas, puntos: allí entrarán los cinceles que a golpes de mazo van a trozar (“rozar”, suele decirse) la roca, convirtiéndola en fragmentos en los que el azar hace lo suyo. La creación ya esta en marcha: esos huecos de cincel y esas líneas de corte forman la primera estructura de la obra humana, su primera textura adicionada.

Yázpik toma entonces un lápiz rojo, y empieza a trazar sobre la superficie grecas, sendas, rectángulos, que han de transformarse en sutiles relieves, o en puertas y ventanas más negras o más claras dependiendo de su profundidad, o en grietas germinales de las que nacen cosas prodigiosas. La roca se va cubriendo de detalles finísimos y fuertes a la vez, sin perder nunca su carácter de peña: en el equilibrio entre su condición original, geológica, y el trabajo del arte, radica uno de los aspectos más sabios y admirables del trabajo de Yázpik.

La pieza ya es para entonces escultura. Pero como sucede con las piñatas, el exterior radiante encierra todavía grandes sorpresas. En efecto, al disgregarse el volumen abrió paso a su núcleo, y allí empieza a gestarse otro milagro: una escultura encierra otra escultura, la maravilla sólida encierra al vacío maravilloso, anverso y reverso, piedra que se extrovierte y se introspecciona. Yázpik excava las entrañas de lo eterno, monda el mineral como una fruta. Nacen entonces pasadizos, lucernarios, cavernas ceremoniales como templos prehistóricos, a los que la luz se cuela franca o furtivamete, resbala, tiñe, ilumina, oscurece.

Uno recuerda entonces a Julio Verne y piensa que ya llegó al centro del mundo, o se siente como en aquella película en la que, reducidas a escala microscópica, ciertas personas navegan por el interior de un organismo vivo. Podríamos estar en el laberíntico vientre de una vaca, con las estalactitas del libro pendiendo sobre nuestras cabezas, o en el ojo de una libélula mirando sin poder abarcar tantas imágenes; pero no, aquí hay pasión, hay poderío, hay enigma: estamos dentro del corazón de la mujer amada.

La escultura convoca a la arquitectura, aunque a escala de maqueta. Los espacios trogloditas de Jorge Yázpik se suman a una genealogía de portentos que va de Capadocia a Petra y a Mesa Verde, a Madain Saleh, a Ellora y a Malinalco, para rematar en nuestro tiempo con el proyecto de Hans Hollein para el museo Guggenheim en Salzburgo y la propuesta – que ojalá se realice – de Chillida para el monte Tindaya, en Lanzarote. 

 

Pero las visiones de Yázpik tienen una complejidad que exprime todas sus posibilidades a la piedra envolvente, a la luz penetrante, al espacio fluyente, y a la vez una sobriedad y una elegancia absolutamente singulares.

Volvemos al exterior; los fragmentos desintegrados han compuesto de nuevo el monolito inicial, que se ve tan incólume y perpetuo como cuando convivió con los dinosaurios, y tan nuevo como el brote de un arte recién nacido. Ahora sabemos lo que encierra su seno, y las perforaciones adquieren un sentido distinto. Pero también percibimos otras cosas: las diversas texturas de la piedra, ya tersa, ya arenosa o esponjosa; el contraste magnífico entre el color gris que aparece en los cortes, y la pátina amarillenta o blanquecina que le dieron las eras; los esgrafiados tenues; los brazos de piedra que se elevan o vuelan sin renegar su peso. Y luego el agua rupícola que anida o que da asiento a algunas piezas, introduciendo la paradoja de su blandura, su perfección maleable, su brillo y su horizontalidad en medio de la aspereza, los valles y las anfractuosidades, las playas y los montes, los abismos, los pozos para mirar al sol del equinoccio, las rocas sacrificiales, la casa de las hormigas y de los caracoles, todo un paisaje, toda una geografía, un macro y microcosmos que nació en el big bang y que subsistirá después del cataclismo, como una botella lanzada al tiempo con el mensaje del espíritu humano.

De repente, una escultura que creció vertical se torna horizontal, u otra vuelve su concha para quedar como tortuga patas arriba mostrando un magnífico plastrón que se mantenía oculto; se van acomodando con su cuerpo. Y luego descubrimos que algunas piezas están formadas por dos o más rocas originales que conviven con naturalidad mimética, se encajan entre sí, se vivifican. Allí están los peñascos, fieles a la gravedad como aerolitos caídos de lo alto, piezas majestuosas que potencian nuestra filiación con la naturaleza madre y señora; y que, al mismo tiempo, nos conmueven de la cabeza al alma con la presencia señera del gran arte. La obra de Jorge Yázpik es uno de los mayores aportes de México a la escultura universal del fin del siglo.

Ciudad de México, 22 Mayo 1998

Fernando González Gortázar