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Creación sin límites y sin fronteras

A propósito de Archipiélago: Cuatro escultoras mexicanas 4. Materiales transfigurados


Todos los cuerpos que nacen y perecen sólo están sujetos a la corrupción por el lado de su materia. Del lado de la forma y considerando la forma en ella misma, no están en absoluto sujetos a la corrupción, sino que son permanentes. Ves, en efecto, que todas las formas específicas son perfectas y permanentes; la corrupción sólo accidentalmente alcanza a la forma; quiero decir, en tanto que ella está unida a la materia. Ésta es la verdadera naturaleza de la materia, el que ella no cese jamás de estar asociada a la privación; por eso no conserva ninguna forma (individual), y no deja de despojarse de una forma para revestirse de otra.

Maimónides: Guía de los perplejos:
Tratado de teología y de filosofía, ca. 11901.

Versión de León Dujovne, prólogo de Angelina Muñiz-Huberman, tomo III, p. 51, México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (Cien del Mundo), 1ª reimpresión, 2001.

Una de las perversiones del patriarcado, como sistema o régimen hegemónico, consiste en postular, inventar y después identificar implicaciones de género donde, en origen y por naturaleza, no existen. Así las cosas, termina siendo un galimatías el simple hecho de plantearlo en su dimensión problemática. En su dilatada génesis histórica este fenómeno de exclusión acabó por parir, incluso, territorialidades artísticas sexuadas: la intimidad epistolar, franjas de la composición poética o determinadas artes aplicadas, sucumbieron al calificativo de femeninas y todavía más perturbador de subjetivas. Mientras más estudiamos los comportamientos antropológicos y psicoanalíticos menos dudas abrigamos de la construcción social del género, asociado a ciertas prácticas culturales, preferencias eróticas y conductas identitarias. Y todo ello sin abordar siquiera ese décalage de las elecciones por los tránsitos múltiples, diversos, abiertos. Hombres y mujeres, y las opciones que se construyen entre estos polos simbólicos y por ello artificiales, crean por igual, producen por igual, están dotados de las mismas potencialidades por igual; si bien ello no obsta para que definan sensibilidades e intenciones propias, diferentes, a veces complementarias y equivalentes, y en otras situaciones o contextos hasta enfrentadas y contradictorias. Tal es el costo y sello de la equidad y las elecciones que prohíja.

En su oportunidad, Georg Simmel (1858-1918) desentrañó semejantes empeños de dominio desde Philosophiscbe Kultur (Leipzig: Werner Klinkhardt, 1911), cuyos textos esenciales se difundieran en castellano gracias a la Revista de Occidente y el germanismo natural de su impulsor José Ortega y Gasset, entre 1923 y 19252. Sorprende que la primera traducción al inglés sea tan tardía, en el último tramo del siglo XX (On Women, Sexuality and Love, traducido y prologado por Guy Oakes, New Haven, Yale University Press, 1984). En nuestro país, que aunque se dude alguna vez fuera ilustrado y vanguardista, dichos artículos más otro titulado “Filosofía de la coquetería”, serían recogidos en forma de libro por Espasa-Calpe Mexicana en 1938, en su Colección Austral (número 38, 143pp.; traducción de Eugenio Ímaz, José R. Pérez Bances, Manuel García Morente y Fernando Vela), como Cultura femenina y otros ensayos, que para 1961 ya había alcanzado su sexta edición, de la que cito algunos pasajes para zanjar tan espinoso asunto y entonces sí poder hincarles el diente a las magníficas propuestas de Águeda Lozano, Naomi Siegmann, Josefina Temín y Paloma Torres.

Enlisto algunos pasajes:

1. “Si, groseramente, definimos la relación histórica de los sexos como la que media entre el señor y el esclavo, habremos de considerar como un privilegio del señor la posibilidad de no pensar siempre en que es señor; en cambio, la posición del esclavo es tal que nunca puede olvidar que es esclavo. No cabe duda de que la mujer pierde la conciencia de su feminidad con mucha menos frecuencia que el hombre la de su masculinidad.”

2. “Toda dominación fundada en la prepotencia subjetiva ha intentado siempre procurarse una base objetiva, esto es, transformar la fuerza en derecho. La historia de la política, del sacerdocio, de las constituciones económicas, del derecho familiar, está llena de ejemplos. Si la voluntad del pater familias impuesta en la casa aparece revestida con el manto de la “autoridad”, ya no es posible considerarla como explotación caprichosa de la fuerza, sino orientada hacia los intereses generales, impersonales, de la familia. Según esta analogía…, la superioridad psicológica de las manifestaciones masculinas sobre las femeninas, en virtud de la relación de dominio entre el hombre y la mujer, se convierte en una superioridad, por así decirlo, lógica. Lo que el hombre hace, dice, piensa, aspira a tener la significación de una norma, porque revela la verdad y exactitud objetivas, válidas por igual para todos, hombres y mujeres.”

3. Reducida a la esfera de la actividad doméstica, “el destino histórico, social, fisiológico de esas existencias femeninas consiste justamente en ser tratadas y estimadas como medios y hasta en concebirse ellas mismas como medios: medios para el hombre, para la casa, para el niño”.

Con sus variantes y atendiendo a su personalidad, carácter y temperamento, nuestras creadoras de sueños en la vigilia han ejercido a rajatabla su condición de género, sin que ello mancille o roce apenas el universo de su imaginación y metamorfosis material. Se trata de profesionales del volumen, cuya producción no guarda diferencia estructural alguna con sus pares masculinos. Cada quien, con independencia de su temple y solera, predica su modo de insertarse en el mundo y de cómo además lo hace suyo. La digresión acerca de la reflexión que hace sobre el particular el sociólogo alemán encuentra su razón de ser, justo, en la compulsión que, enarbolada aún por muchas mujeres, insiste en impostar el tema del género en la fábrica estética. Nadie está obligado a abjurar de la conciencia de su ser y condición, pero difícilmente ese ser y esa condición se manifiestan en directo en las obras resultantes de su investigación, fantasía y oficio.

Voces y manos solistas que tejen una unidad de lo diverso. De allí lo acertado del sustantivo que las aglutina en un todo geográfico, respetando sus individualidades, esos caracteres insulares: Archipiélago, término proveniente del griego άρχι (superior, principal) y πέλαγος (mar). El término alude pues, a dos circunstancias distintas y hasta cierto punto ajenas: por un lado, al continente, el escenario global, la superficie oceánica; por otro, a los contenidos, los escenarios particulares, las islas. La escultura, como campo de la invención tridimensional, emerge como matriz, mientras las piezas escultóricas, allende sus dimensiones, materiales y formatos, irrumpen como cigotos, son realidades fecundadas dueñas de su destino en espera de la apropiación que emprenda, desde el gozo o la exégesis, el espectador. Cada obra cumple el verso de José Carlos Becerra (1936-1970) contenido en El otoño recorre las islas (ERA, 1973, edición póstuma, prólogo de Octavio Paz, al cuidado de José Emilio Pacheco y Gabriel Zaid): “la fosforescencia que se mueve sobre la superficie del deseo que ha concluido”. La molicie del artífice resulta la oportunidad de quien observa por apropiarse de contenidos y sensaciones, formas y movimientos.

Las series de afanes y apetitos se organizan de acuerdo con su origen en salas de autor que, dotándoles de privacidad y espacio propio para su expresión y disfrute, fomentan la capilaridad dialógica entre lenguajes y estilos autorreferenciales, los vocabularios específicos de cada artista, en un esfuerzo por hilvanar algún tipo o dejo de continuidad entre procesos de enunciamiento tan dispares: en razón de trayectorias, generaciones de membrecía, intenciones y procedimientos constructivos.

Águeda Lozano no deja de sorprendernos con sus vientos libertarios que reclaman la escala pública y urbana; son gajos de paisaje, instantes sensibles acorazados en pieles de acero, inoxidable y al carbón; ejercicios de laboratorio por su perfección compositiva y el alarde técnico de que hacen gala; su dominio es tal que ya no busca, encuentra. Una docena de epifanías (1994-2013) aporta al conjunto: Génesis, Flor del desierto, Secretamente, Polvo de estrellas, Aire de parecerse, El paseo, Mohinora, Terre de Mexique en terre de la France, A ti poeta-Homenaje a Max Jacob, Amparo, La lanza de San Gerónimo, La nota justa. La materia suplanta la palabra, la asfixia hasta despojarla de su fuerza expresiva. Esa objetividad táctil es su propia gramática, la de una elocuencia silenciosa atrapada en las moléculas del metal, cadenas de carbono y hierro que, en cadencia, operan de consonantes y vocales de un lenguaje único, capaz de conciliar la emoción propia y nutrida de la contemplatio (unión del conocimiento y el amor) con la comprensión exacta y fría de la wissenschaft (proceso de descubrimiento intransferible que fusiona el entendimiento con la ciencia). Principio del orden de una subjetividad potente que desborda la necesidad de la conversación y el intercambio, en favor de una lectura íntima, sea desde la mirada esencial del observador o desde la escucha íntima del compositor de formas. Aracne y Atenea en plenitud creativa.

Más cercana a la música que a la literatura, la escultura de la chihuahuense avecindada en París durante cerca de medio siglo, resulta percepción en concubinato con ideas y conceptos. Posee su propio sistema de notación, cuyo acento dejará de ser boceto sonoro para postular su densidad espacial. La severidad del trazo, la mezquindad gesticulante, el combate a lo superfluo, triunfan en la medida en que pueden ser apreciados como rasgos sustantivos del quehacer de la artista. Pero esto ocurre dado que el desvarío fabril se ha concentrado en las entrañas, los “dentros” que pasan desapercibidos, en contraste con aquello que se puede ver o tocar. Las superficies de gran austeridad y a contrapelo notoria eficacia comunicativa descansan en una geografía infinita de túneles y galerías subterráneos: las capas embrionarias, los tegumentos y las articulaciones, el tono muscular que envuelve el esqueleto, estratos varios que terminarán siendo cubiertos por la piel reconocible del objeto estético, pero que en su ausencia –la de las tobas volcánicas- brillaría solitaria la nada, el vacío fundamental. “Que aren su sombra y la rieguen con sudor para que crezca”, musita Milorad Pavić en El último amor en Constantinopla. Novela de Tarot para la adivinación (1994), afiliándose al hermetismo típico de los fenómenos ópticos y cinéticos. En fin, sólidos intervenidos desde el mito de la creación, el origen de lo existente y sus mutaciones.

Naomi Siegmann es una peregrina de los soportes-bastimentos que utiliza para fabular su circunstancia fenoménica. Empero, fiel hasta la médula, siempre regresa al amor primigenio: la madera y las posibilidades de la talla. Dueña de una disciplina espartana, nunca ha cejado en su empeño por honrar y transformar los objetos, valga traer a cuento su bella zaga en favor de los árboles, su preservación y la molicie que nos inoculan. Nos prodiga una docena de tallas, algunas múltiples y desdobladas, tributos a la naturaleza adoptada y recreada: sus bosques fijos y portátiles, rodajas que son continentes, trozos pulidos en alarde poliédrico que honran su significado: cuerpos geométricos de sensuales caras planas que enclaustran volúmenes finitos, y raíces al descubierto que respiran con inusitada avidez, acostumbrándose a la insólita novedad de haber abandonado el subsuelo. Está acostumbrada a pensar con naturalidad, en automático, en el contacto con los árboles caídos, recuperados y no talados, pues es una conservacionista radical, o en el tacto con cualesquiera otros medios de diseño, mirando con las manos, instrumentos de percepción óptica de perfección incomparable.

Su gramática privilegia los sentidos, demanda una auscultación directa, braille estético que permite leer en los accidentes, las sinuosidades, los nudos, las vetas, las oquedades ristras de puntos en relieve, de esos troncos que por igual verbalizan sus emociones a través del silencio terso, el grito alarmante y desaforado o esa rara modalidad en que los afectos profundamente enraizados suelen evidenciarse: musitando, con un timbre apenas audible pero que nos metamorfosea en diapasones y cajas de resonancia de sus incursiones en el espíritu del otro y, mejor todavía el plural, los otros. Para el testigo privilegiado de El spleen de París, Charles Baudelaire (1821-1867), el regimiento orgánico de Naomi Siegmann cumple en su errancia lo que anota “A cada uno su Quimera” (traducción de Margarita Michelena, 1990): “Y el cortejo pasó a mi lado y se sumergió en la atmósfera del horizonte, en el lugar donde la superficie del planeta se oculta a la curiosidad de la mirada humana.”  Tal vez atisbando el merodeo de los dioses…

Josefina Temín huyó de las tentaciones grandilocuentes del Samsara (en sánscrito, संसार: “fluir junto”, cuya raíz viene de “sufrimiento”), el ciclo de la existencia y el renacimiento, para concentrarse en el milagro del ser allí, los prodigios cotidianos que, en su estatuto y ordenanza, celebran la vida, conmemoran la creación. Entronizar lo pequeño en un acto profundo de humildad calificable de cósmica; renunciar a la potestad y el imperio de los temas autodesignados como trascendentes, a efecto de desentrañar los misterios de la geometría y sus variantes, la composición del desplazamiento en trance, recurriendo a tres materias primas: papel, madera y piedra. Y hacerlo en devoción a las miniaturas, como si se tratase de netsuke (en japonés, 몽마: “raíz” y “fijar”) que han perdido su función de hebilla o seguro por la que se deslizan serpenteantes hilos de seda en los obi (: faja-s), que escapan de la soledad en búsqueda de compañía, armando conjuntos que funcionan como si se tratase de instalaciones que propenden a la invisibilidad, pues son trozos y fragmentos de algo, glosas de plantas (palmitas, flores, anturios, piñanona) o figuras (paralelepípedos, círculos, triángulos/pirámides rebanadas, curvas, elipses y cintas de Moebius), su coexistencia heteróclita y, fuera de este modelo de diseño objetual, algunos ejemplos de vainas (encimadas o retorcidas), una de ellas a modo de barca, transmite placidez y serenidad.

Apela a la belleza discreta, de filiación secreta, signos de los dioses de las pequeñas cosas; esas que nos hacen sonreír sin más, imponiéndonos una calma propia de quienes meditan, en aras de establecer un equilibrio entre lo interior y lo exterior. Son gestos primarios, carentes de vocablos que los traduzcan, callan pues anuncian la fuerza expresiva del silencio. Espacios intuitivos. Presencias simbólicas. Anuncios gratificantes. Se atiene al suave augurio de Jaime Torres Bodet (1902-1974) en “Paz”: “No nos diremos nada. Cerraremos las puertas. / Deshojaremos rosas sobre el lecho vacío / y besaré, en el hueco de tus manos abiertas / la dulzura del mundo, que se va, como un río…”.

Paloma Torres habita el espacio por vocación, también lo retuerce y desnuda, pues a veces, sin miramiento alguno, expone las tripas de sus masas y cuerpos, las estructuras o los esqueletos de esas señales de la lejanía. Formula cortes y levantamientos arquitectónicos, mantenimientos constructivos, panorámicas urbanas; transita sin escalas de lo descomunal hacia su casi desaparición en el detalle, la maqueta, el monumento a la elocuencia de lo pequeño. Sofisticación cruda y naturalidad cocida, allí se mueven sus entes: torres, relieves, columnas, paisajes con música, muros interiores nocturnos y diurnos, alguna celosía, un árbol de la ciudad despistado, un conjunto que exhibe una naturaleza transformada o un armazón bautizado Reflejos 4. Bronces y barros de Zacatecas con engobes, algunos con aplicación de óxidos y otros con presencia de alambre de fierro, tejen unas tramas y urdimbres que exponen y reclaman la dimensión pública del territorio. Señas de identidad entrañables, homenajes edilicios al alarife y también a la intérprete que escruta arcanos y mazos, quienes, a partes iguales le dieran, la vida y con ella una inapelable e insaciable curiosidad. El corpus de su obra, todo un dilatadísimo vocabulario plástico, como vademécum de materiales, técnicas y fórmulas para domesticar el planeta, sus ciudades y barrios, asentándose en sus jardines y desiertos. Obras de arte que son fisgones, dados a merodear sin horario las vísceras de las urbes y sus puntas de lanza, los enclaves residenciales, la capilaridad de las infraestructuras, la movilidad de los ocupantes de las villas y metrópolis. La fruición por la armonía y la belleza; esas que reclaman atención táctil, el despliegue sensorial a todo lo que da, para apoderarse de sus cavidades y saciar sus ansias.

El discurso de la artista se arropa en la inteligencia que demanda su misma enunciación. Lo asume sin sentimentalismos, como sentencia Cioran, el iluminado que arremete contra los extremos del ser: la distancia de la mente, la invasión de la emoción. En ese punto medio se ubican sus planteamientos formales, matéricos; de allí su preocupación por el uso social, la suavidad de su inserción urbana, la resistencia al artificio, privilegiando siempre un doble movimiento en sus piezas: de fuera hacia dentro, la piel o cubierta, y de dentro hacia fuera, la estructura o alma. Al hacerlo, concilia, en un solo bloque, sus elementos básicos: huesos, cimbras, chasises, osamentas, bastidores, soportes, esqueletos y armazones. Con ello le dota de un sentido original a los volúmenes, dándole transparencia y solidez al resultado final: resignificación de la materia, que articula el análisis del espacio y los ingredientes empleados, su pensamiento y, por fin, su ensamblado. Álgebra tangible y bella.

La secuencia de tan disímbolas morfologías pone a nuestra consideración los mecanismos utilizados por estas artistas para forjar sus universos de sentido, ese no sé qué capaz de adosarles unicidad y aire propio, resolviendo los enigmas del espesor, la densidad, la motilidad, la proporción y la estabilidad de las masas aspirantes a surgir como cuerpos vivos a un tris de despertar de su travesía hipnótica. Las obras firmadas suspenden su onirismo y avanzan decididas en el terreno de una realidad irrepetible, consagradas a satisfacer las más aviesas de nuestras pulsiones.

Auténtico obsequio a nuestra visualidad y reflexión que nos entrega, de nueva cuenta, el Museo Federico Silva. Escultura Contemporánea: acierto en la selección de las artistas invitadas (Águeda Lozano, Naomi Siegmann, Josefina Temín y Paloma Torres); curaduría rigurosa, representativa de las estéticas en liza y con el andamiaje crítico suficiente y provechoso; montaje acertado en la distribución de las piezas, el diseño de su entorno y la elegancia de la iluminación; recorrido perfecto, que mantiene la atención complacida del visitante. ¡Cuánta razón le asiste a Maimónides!  Pues “…todas las formas específicas son perfectas y permanentes.”

Luis Ignacio Sáinz